viernes, 17 de diciembre de 2010

Historia para la Navidad.

Un cuento que pudo ser real.

Esa mañana el sol brillaba con una luz especial. Al parto asistieron todos los que, en ese momento, no tenían una faena de importancia en la hacienda. El amo estaba nervioso por el acontecimiento, pues su mejor ternera llevaba demasiadas horas con los dolores de parto.
Cuando nació, se sintió importante al contemplar a tanta gente a su alrededor. Instintivamente quiso levantarse, pero sus débiles patas aún no tenían la firmeza para aguantar su peso y su impotencia se vio consolada al contemplar la mirada orgullosa de quien trae una nueva vida a este mundo y, a su vez, con la tristeza de saberse que le quedan pocas horas de vida; de no ver crecer a su cría.
El nuevo ternerito creció fuerte y sano; alimentado por otras vacas de la casa.
Desde muy temprana edad su amo lo sacaba a los campos para trabajar de sol a sol. Trabajaba duro, como cualquier otro ternero de mayor edad. Era como si estuviera siendo castigado por ser el responsable de la pérdida de una de las mejores terneras de la zona. Sin embargo, todos los animales del corral se sorprendían porque nunca protestaba por los castigos recibidos. El trabajo diario le daba el poder de la Paciencia y la Humildad. Siempre estaba alegre y diligente para el trabajo. Tiraba del arado con más fuerza y agilidad que ningún otro ternero; se humillaba ante las voces y latigazos que le propinaban los jornaleros de su amo. Ningún desagravio le hacía flaquear.
El recuerdo de los alegres ojos de su madre le animaban para conseguir ser el mejor de todo el corral.
Pero una mañana todo cambió. Cuando llegó al campo de trabajo, se dispuso como todos los días a comenzar la faena. Tiraba del arado con fuerza, sin descanso, hasta que en un momento notó que algo iba mal. Volvió la mirada y vio con asombro como el hombre que mandaba el arado estaba siendo atacado por una fiera. Como pudo, y sin saber muy bien como, se desligó de los aperos que lo ataban al yugo y corrió a salvar al hombre. Le clavó un cuerno en el cuerpo de la fiera, que no se esperaba ese ataque y que ya tenía a su presa inerte, y esta salió corriendo herida y vencida.
Ante el revuelo formado, acudieron los demás jornaleros del amo, pero al llegar sólo contemplaron el cuerpo sin vida del hombre tendido en el suelo y al ternero a su lado con la respiración agitada y sangre en un cuerno.
Con mucha prudencia retrocedieron temerosos de que el ternero los envistiera también a ellos. El ternero, sorprendido por la reacción de los jornaleros, no comprendía su comportamiento y empezó a caminar hacia ellos. Estos, al verse perseguidos por el que suponían era el asesino de su compañero, corrieron despavoridos hacia la hacienda del amo. Allí contaron lo sucedido a todos los presentes que los escuchaban aterrorizados.
Al poco también regresó el ternero que, al ser divisado por los trabajadores, se corrió la voz de alarma y lo recibieron con palos, piedras y lanzas. Querían herirlo y capturarlo para poder matarlo. El ternero, nuevamente sorprendido por el recibimiento, huyó de la hacienda temeroso por su vida y sin comprender que pasaba.
Corrió por valles. Subió montañas. Cruzó ríos. Comía sin saber si era bueno o malo, pues estaba acostumbrado a comer lo que le echaban en su corral y esos alimentos no se encontraban por donde él estaba. Pero siempre alerta para que no lo descubrieran y lo llevaran de nuevo a la hacienda.
Una fría tarde, al caer la noche, divisó a las afueras de un pequeño pueblo un portal que parecía estar desocupado y abandonado. Decidió pasar allí la noche refugiado por sus paredes.
Buscó algo de comer en el destartalado pesebre que reinaba al fondo y luego, vencido por el cansancio, se echó en un rincón a dormir.
Los fuertes gritos de una mujer, lo despertaron. Sobrecogido y protegido por la oscuridad del rincón donde estaba echado, presenció algo insólito: una luz blanquísima, pero sin cegar, iluminaba a una preciosa mujer que alumbraba a un niño que no lloró al nacer. Esa imagen hizo saltar una lágrima de sus ojos y le trajo a la memoria su propio nacimiento; con la diferencia de que él estaba rodeado por muchas personas cuando vino al mundo y el de este niño sólo lo presenció su padre y una mulita que se encontraba a los pies del hombre. En silencio siguió mirando como esa pareja sostenía entre los brazos al recién nacido para darle calor. La luz se fue apagando poco a poco hasta que desapareció.
Tras amamantarlo, el niño se quedó dormido. Sus padres lo arroparon con las pobres prendas que llevaban y lo depositaron con mucho cuidado y amor en el pesebre donde, momentos antes, había comido el ternero.
Sobrecogido por la ternura de la escena que acababa de presenciar e invadido por un sentimiento interior que nunca antes había tenido, decidió levantarse de donde estaba echado y, sin miedo, se acercó a la familia que descansaba del acontecimiento sucedido.
Muy al contrario de lo que pensó, ni los padres del recién nacido ni la burrita, se asustaron por la aparición, lo que le infundió mayor valor y tranquilidad.
Cuando se acercó a la pareja, todavía tenía los ojos inundados de lágrimas. Los miró en silencio y se volvió para el pesebre hacia donde se encaminó. Al contemplar de cerca la carita del recién nacido, no pudo aguantar más la emoción y un río de lágrimas brotaron de sus ojos; la respiración se le aceleró y este hecho hizo que el vahído que le salía del hocico, le calentara más el cuerpo al niño que, agradecido, le dedicó una sonrisa.
Este era el destino que le tenía reservado Dios al ternerito y para lo que había nacido:
PARA DAR CALOR AL HIJO DE DIOS EN LA FRÍA NOCHE EN LA QUE NACIÓ.


Manuel Jesús Almonte Hijón
Navidad de 2010